En la mitología, Júpiter era el rey de los dioses romanos. Y es que este gigante es el mayor planeta del Sistema Solar, teniendo dos veces y media la masa de todos los planetas juntos. Si su tamaño hubiese sido mayor, nuestro Sistema contaría con dos estrellas en lugar de una sóla. Es el cuarto punto más luminoso del cielo, por detrás del Sol, la Luna, Venus y Marte; aunque este último sólo en algunas ocasiones.

En enero de 1610, el astrónomo Galileo Galilei, mediante su pequeño telescopio fabricado por sí mismo, observó tres estrellas en línea recta por detrás de Júpiter. La noche siguiente, volvió a dirigir su telescopio a estas estrellas, y pudo comprobar que éstas se habían movido en dirección errónea. Durante la siguiente semana, otra estrella apareció acompañando a las demás ya existentes. Entonces fue cuando Galileo cambió de opinión y afirmó que no eran realmente estrellas, como hubiera pensado al principio, sino que eran cuatro satélites orbitando alrededor de Júpiter.

Esto le permitió confirmar más todavía la teoría copernicana, la cual dice que no todos los objetos giran en torno a nuestro planeta.

Galileo publicó sus descubrimientos en Sidereus Nuncius unos pocos meses después al hallazgo. Pero parecía que no era la única persona en haber observado las cuatro lunas de Júpiter, ya que cinco semanas antes, Simon Marius las había empezado a investigar, aunque nunca publicaría nada acerca de ello. A pesar de ello, fue Marius quien les puso nombre a estas pequeñas ‘estrellas’, a partir de una sugerencia de Keppler. A mitad del siglo XIX, los nombres de estos planetas (Ío, Calisto, Europa y Ganimedes) se hicieron oficiales, aunque también se hacen llamar ‘los 4 satélites de Galileo’.

A partir de entonces, han aparecido 48 lunas más en torno al inmenso Júpiter, con lo que se le ha llegado a denominar como el ‘mini sistema solar’. Los 4 satélites de Galileo se formaron seguramente junto a Júpiter, pero muchas de las otras lunas se tratan posiblemente de satélites capturados por la gravedad solar. 44 lunas han sido hallados desde el año 1999. (A principios del año 2004 se han catalogado 61 satélites, aunque la cuenta puede aumentar con el paso de los años, al igual que en los demás planetas gigantes gaseosos.)

Los anillos de Júpiter fueron descubierto por dos científicos del Voyager I, cuando pensaron que si la sonda viajaba un poco más cerca de Júpiter podría hallar algún anillo en torno a él. Los demás científicos no estuvieron conformes con la idea, pero ésta se realizó y la sorpresa saltó a la vista.

El sistema de anillos de Júpiter está formado principalmente por partículas de polvo, y son anillos muy tenues. Se dividen en: un halo interno, un anillo principal y un anillo Gossamer. Este último anillo resultó ser uno sólo para la sonda Voyager, pero más tarde se descubrió que eran dos, el primero se llama Amaltea Grossamer, y el segundo Tebe Gossamer, más tenue que el anterior.

La atmósfera de Júpiter está compuesta fundamentalmente por hidrógeno y helio, aunque también hay pequeñas cantidades de gases en capas más bajas. La rápida rotación del planeta provoca un profundo achatamiento en el ecuador y la formación de dos franjas principales de nubes paralelas al ecuador. Pero sin duda la característica más notable de la atmósfera es la Gran Mancha Roja (GMR), descubierta en el siglo XVII por dos astrónomos que la estudiaron por separado, Cassini y Robert Hooke. No se trata de la única mancha en la atmósfera, pero sí es la más grande. Se trata en realidad de una tormenta permanente en la que gira en sentido antihorario y al contrario de las demás nubes del planeta. Su tamaño sobrepasa al de La Tierra, siendo sus medidas de 12.000 Km de ancho y de 25.000 Km de largo. Otra característica de la atmósfera de Júpiter son las auroras que tienen lugar en los polos, quizás provocadas por el desprendimiento de material del satélite Ío en espirales hacia el gigante planeta.

 El interior de Júpiter está formado por tres capas: